Capítulo 11 – Como niños
Mientras veo pasar los árboles de avenida La Florida, medito y pienso que dentro mío coexisten tres personas: un anciano y un niño, lo que da como resultado un viejo chico. Es sano que así sea, los adultos se enfrascan en tonterías y le pierden el sentido a la vida, se terminan de dar cuenta cuando les queda poco o cuando sufren alguna pérdida terrible, saber que vas a morir algún día te da más perspectiva (¿y quién más consciente de eso que un viejo?) y saber que estás vivo te permite disfrutar de todo sin tantos complejos (¿qué mejor que rescatar eso de los niños?).
Cuando era adolescente me prometí mantener a ese niño interior intacto, aunque eventualmente pudiese traerme desventajas en el mundo de los adultos. Guardar esa inocencia y consultarle a ese niño todo asunto importante, dejar de ver las cosas como adulto y verlas como niño. Vivir con menos y querer más tiempo, reír y disfrutar con las personas y momentos, dejar de quejarse y frustrarse. De algún modo, siento que ambas personitas coexisten bien dentro mío y salen a la luz cuando la situación lo amerita.
Ese adolescente de 15 años sonreía en el trayecto del Metro hacia el colegio, hubiese sol, lluvia, espacio o siendo una sardina, sonreía. Tomaba fotos, era curioso, investigaba, veía en cada día algo distinto. Lo hablo en pasado porque él hubiese soñado con estar en la cabina del tren y hacer el viaje desde allí, aunque todas las decisiones que he tomado apuntan a lograr lo contrario. Humanamente, creo estar más cerca de ser jefe de estación que conductor de tren jajajaja.
El parabrisas del bus en el que voy recibe las primeras gotas de la jornada, hoy recibí por correo la foto de un amigo argentino que vino de visita a la ciudad. Entre el ajetreo de la universidad y mi trabajo logré hacerme un tiempo para poder compartir con él. Él me lo devolvió yéndome a ver a la estación, me dijo que me tomaría una foto para que la tuviese de recuerdo, ¿cuánto valor tendrá ese gesto cuando tenga 80 años y quiera recordar estos bellos años veinte?
En mi bolsillo tengo un papel con unos versículos. Así como los jugadores de fútbol tienen leyendas debajo de sus camisetas y las muestran en el estadio cuando hacen un gol, yo me escribo papelitos con versículos o fragmentos para cuando pueda reflexionar un poco. Hoy mi abuelo celebra su cumpleaños, mi familia está reunida en casa tomando once, en sus casas muchos niños, algunos con más fortuna que otros, reciben el cariño de casa, un reconocimiento y un objeto que les conmemora su día.
– Buenas tardes jefa, ¿cuál es su nombre?
– Francisca Avendaño
– Ariel Cruz, un gusto, soy el asistente de cliente de hoy a su servicio.
– Un gusto, pues. Hoy será un día especial. Ariel, ¿sabes inflar globos?
Ustedes se van a reír, pero yo soy asmático (tratado, sí, nada grave gracias a Dios y varios doctores). Para mí, inflar globos es una odisea, todavía recuerdo esos exámenes donde debes soplar en un tubo de papel higiénico hacia una maquinita y la enfermera me retaba porque decía que con ese nivel yo debería estar bajo tierra jajajaja. Lejos de sentir vergüenza o incapacidad, me puse a inflar globos igual, aunque obviamente entre la jefa y Soledad me llevaban una paliza, pero ¡la gracia era participar!
Hoy sería un día distinto, estaríamos buscando niños para darles globos y dulces corporativos, la jefa de estación estaría en la mesanina con nosotros para tomarse fotos con los niños y sus padres. El único problema es que con la lluvia con suerte había pasajeros, mucho menos niños.
Esto hace que las cosas sean más graciosas, cuando apareció uno fue como la aparición de una barcaza para un naúfrago, corrimos todos como desesperados a regalarle todo, el niño se fue contento porque le dimos muchos dulces, muchísimos. La jefa me pasó su celular ultra moderno para tomarle una foto, tuve que usar la intuición no más para saber donde apretar que yo de eso sé poco, mis abuelos siempre han tenido celulares más modernos que el mío (¿y cómo no? Si mi estilo es el de Mujica, vivir con lo justo).
Mientras hacíamos el turno, probábamos los sabores de los dulces. Los que más me gustan son los rojos, esos sabores tipo guindas y frambuesas son mis favoritos. Durante la tarde debieron pasar unos cinco o seis niños, más no.
En la colación, Soledad me prestó la llave de su casillero. Supo que no llevaba nada caliente para tomar, así que gentilmente me prestó taza, café y azúcar. Casi nunca tomo café, no me gusta mucho, pero ese gesto de humanidad y bondad hace que sea un café especial y rico. Hoy, con todo el ajetreo de estudiar para esas pruebas que se vienen y que mis papás saldrían para ver a mi abuelo, solo traje un paquete de galletas olvidado, no me dio tiempo de sacar nada más o llegaría atrasado.
– Toma, te guardé galletas.
– Pero Ariel, no era necesario.
– Lo sé, pero gracias a ti me tomé un rico café, es lo menos que puedo hacer.
Le guardé las galletas en el bolsillo, le dije que para una próxima vez me diga cuáles son sus favoritas y se las traigo como agradecimiento. Se echa a reír jajajaja. ¿Qué sería de este mundo si fuésemos más justos y agradecidos? ¿Cómo serían las cosas si mantuviéramos vivo a ese niño interior? Pienso que muchas personas se transforman para mal a medida que crecen, acumulan heridas o se van volviendo ciegas, pierden la empatía, se nublan con el poder o la riqueza (o sus carencias), o quizás qué les pasa.
Yo siempre me imagino a esos hombrecillos súper poderosos que por hacer sus negocios secan esteros, dejan sin agua a pueblos enteros, contaminan poblaciones, nos venden veneno en forma de comida, provocan enfermedades (o lucran con ellas sin pensar en quienes sufren), generan guerras y discriminaciones. Júzgenme de idealista, yo tampoco trabajo gratis, pero no podría dedicarme a esas cosas. ¿Cómo le digo a ese Ariel de 5 años que se transformó en un hombre que por tener más dinero se dedica a destrozar la vida de personas a las que ni siquiera conoce? ¿Cómo me miro al espejo? ¿Cómo podría sentirme en paz? Por algo Jesús recibía a los niños, ¿no?